9 DÍAS EN ZANZÍBAR POR MI CUENTA

 

Mapa Zanzíbar

 

A finales de agosto aproveché unos días libres y volé a Zanzíbar para visitar la isla por mi cuenta. Al día siguiente de llegar estuve en Stone Town. Desde mi punto de vista, aquí merece la pena perderse por sus calles para recopilar un poco de historia sobre la isla más allá del conocido turismo de playa.

Localizada a 36 km de la costa tanzana, Zanzíbar o Unguja forma junto con Pemba, Mafia y varias islas pequeñas, el archipiélago de Zanzíbar. La isla es una región semiautónoma de Tanzania incluso con su propio presidente. A diferencia de la parte continental donde un 35% de la población es musulmana, en Zanzíbar lo es un 99%. Su historia desvela esta peculiaridad.

Entre los siglos XVII y XIX Zanzíbar perteneció al sultanato de Omán, el cual desarrolló con la connivencia de europeos un próspero mercado de esclavos y de marfil, a parte del comercio de especias, fundamentalmente el clavo. A principios del siglo XIX los traficantes árabes de esclavos abrieron una ruta que partía desde Zanzíbar a Bagamoyo, en la costa tanzana, y se adentraba al interior del continente hasta la región de los grandes lagos (actuales Uganda, Ruanda, Burundi y zonas de Kenia, el Congo y, por supuesto, Tanzania). Cargaban ropa, abalorios y pólvora para ofrecer a los jefes tribales a cambio de cazar elefantes, rinocerontes y esclavos. Tras cargar con la preciada mercancía, desembarcaban en Zanzíbar para venderla a un precio muy por encima al de origen. La pasmosa rentabilidad convirtió a la isla en el centro del comercio de esclavos durante siglo XIX.

 

 

Zanzíbar, diario ilustrado de Kenia y Tanzania

 

 

Por aquí pasaron entre otros comerciantes indios, árabes y africanos, por eso no es de extrañar la presencia de una arquitectura de influencia oriental que ha marcado su sello en las puertas de madera trabajadas. Las hay con remates de latón en punta, de influencia india para mantener a raya posibles ataques de elefante en su país de origen, las que tienen un marco con motivos geométricos propio del mundo árabe, y muchos tipos más.

En una jornada pasé por donde el bello edificio histórico del antiguo dispensario (Old Dispensary); curioseé las instalaciones de una academia de música (Dhow Countries Music Academy), la cual se nutre de ayudas extranjeras, este año de la embajada suiza fundamentalmente. Me gustó saber que los niños pueden optar a una beca para pagar únicamente 50$ y que la matrícula es gratuita para los discapacitados. A continuación, entré en el museo del palacio o del sultán (Palace Museum) para hacerme una idea sobre la vida de la familia real. Aquí conocí la interesante historia de Emily Ruete, cuyo nombre no suena precisamente árabe pero fue una de las hijas del sultán al-Busaid. Nació con el nombre de Sayyida Salme pero se enamoró de un comerciante alemán y ambos huyeron a Yemen, donde la princesa se bautizó con el nombre de Emily para poder contraer matrimonio. La pareja se trasladó a vivir a Alemania, y allí publicó sus memorias gracias a su inquietud por aprender a leer de forma autodidacta y a escondidas. Una personalidad poco habitual para la época. Terminé la tarde paseando hasta Forodhani Park y entré en el viejo fuerte (Old Fort), levantado por los árabes en el siglo XVII tras haber expulsado a los portugueses.

 

Palace Museum, Zanzíbar

 

Me alojé en Malandi Guest House, una casa de huéspedes con carácter que me gustó por su decoración personal de fotos en blanco y negro con personajes y acontecimientos históricos. El lugar estaba siempre en plena ocupación debido a los mosquitos, los cuales se frotaban las patas cada vez que alguien con sangre apetecible como la mía cruzaba el umbral de la entrada; a punto estuve de comprar una licencia de armas para salir a su caza. En Zanbíbar es conveniente rociarse un extra de repelente por el riesgo de malaria, y también en la parada que hacíamos en el lago Victoria. El paludismo o malaria es una enfermedad causada por un parásito transmitido a través de la picadura de mosquitos anhopeles hembra infectados. Los parásitos se multiplican en el hígado y de ahí penetran en el torrente sanguíneo infectando a los glóbulos rojos. Los síntomas son parecidos a la gripe, con fiebres altas, dolores musculares y de cabeza. El tratamiento es imprescindible porque intoxica la sangre y altera el aporte sanguíneo a órganos vitales. No hay vacuna, la mejor prevención es el repelente y dejar la piel lo menos expuesta posible, aunque los mosquitos más sádicos atraviesan telas. Existe un tratamiento preventivo (profilaxis) antes, durante y después del viaje, pero en mi caso no lo tomé porque los guías vivimos meses en África y sería una barbaridad medicarse durante tanto tiempo. En el caso de presentarse alguno de estos síntomas, hay que acudir disparado al médico para recibir tratamiento, y si no que se lo digan a mi buen amigo Marc, mi amigo “el guía molón” que ya va por su quinta ronda de malaria.

 

Malaria, Kenia y Tanzania

 

Desde la terraza de la casa de huéspedes se veía la lonja de pescado, aunque las voces se oían desde las 6 horas cuando los dhows comenzaban a llegar al puerto. Estas embarcaciones de origen árabe se caracterizan por su velamen triangular y su aspecto anticuado evoca las rutas comerciales que conectaban África oriental con la India y la Península Arábiga.

 

Dhows, Zanzíbar

 

Tras dos noches en Stone Town viajé a Nungwi en dalla dalla (microbus local) por recomendación de un amigo. No quería irme sin haber buceado en las aguas zanzibaríes y descubrir la arena blanca de algunas playas, y Nungwi, al norte, apuntaba a ser el destino ideal para ello. Además, aquí esperaba encontrarme un pueblito tranquilo de pescadores con el astillero de dhows y algunos centros de buceo ofreciéndote las inmersiones al atolón de Nmemba. Creo que solo acerté en mi visión del astillero de dhows. Nungwi resultó ser una colección de resort adosados uno junto al otro e invadiendo la costa, con fabulosas piscinas a dos metros de la playa, instalaciones de varias plantas y, en definitiva, un despliegue de lujo abrumador a mis ingenuos ojos. Al este del presunto pueblito tranquilo de pescadores se concentraban los centros de buceo (demasiados, no algunos) y bares dirigidos a turistas anclados a las tumbonas cuyo único esfuerzo consistía en levantar el brazo para pedir un trago. Y efectivamente, en los huecos libres de la playa se podía intuir esa blancura de la arena.

 

Zanzíbar

 

Llegué sin tener hecha una reserva de alojamiento, así que un pasajero del dalla dalla se ofreció a enseñarme algunos sitios baratos donde poder pasar un par de noches. En el primer lugar me dejaban la habitación por 20$ con desayuno incluido. En un segundo lugar, el precio y las condiciones eran similares. Decidida a encontrar algo más económico, dejé la mochila en un restaurante y peiné la zona por mi propia cuenta y riesgo. Después de un rato y en vista de que el precio medio por habitación era de 80$, retrocedí sobre mis pasos para quedarme en la segunda opción que el pasajero me había recomendado. Gracias al precio medio de habitaciones en la isla, lo que media hora antes me parecía un poco caro, pasé a considerarlo una ganga: habitación con cama de matrimonio, baño privado, ventilador y con vistas a un pasillo. A treinta y cinco pasos de la playa. Definitivamente, un chollo.

Dado que las expectativas sobre el lugar no podían estar más distorsionadas, se me agrió el carácter durante un rato. No obstante, la ventaja de viajar sola es que no molesté a nadie con mi refunfuñamiento. Dejé mis bártulos en la habitación ganga y me encaminé a superar el segundo objetivo del día: un centro de buceo. Nuevamente, erré en mis cálculos. El precio por dos inmersiones en Nmemba es de 110$ más 30$ de tasas por ser un área protegida. Eso quiere decir que con 30$ por buceador las autoridades locales no solo protegerán el atolón, también estarán en vías de recuperar la fauna local extinta de la época del pleistoceno. Finalmente, me decidí por el centro Zanzibar Water Sports, básicamente porque me hicieron un buen descuento.

A las 8.30h de la mañana siguiente estaba parapetada en el centro de buceo, deseando sumergirme en las aguas del Índico tras ocho meses de barbecho para recuperarme de una lesión en la espalda. Vimos un pez cocodrilo, un pez hoja, varias morenas, peces trompeta y…. en la segunda inmersión, alcé la cabeza alertada por el guía y ahí estaban, una manada de delfines con cría. La escena, de unos segundos, fue bellísima, además de transmitir una serenidad y elegancia propia de estos extraordinarios animales.

 

Peces Zanzíbar

 

Por la tarde me senté a contemplar el mar. Unas locales con turbantes y vestidos de alegres colores estaban pescando en la costa. Con cubos y cacerolas en la cabeza y una red de finísimo entramado, caminaban por las aguas en línea atrayendo a los peces con ayuda de los recipientes hasta acabar formando una empalizada humana en un círculo cada vez más apretado y dirigido hacia la red. Me acerqué a esas hermosas mujeres y ellas supieron leer mi mente: me invitaron a unirme al grupo. Albina, con pelo de negra y un vestido soso de color gris en comparación con los vivos textiles africanos, corrí hacia ellas como una gacelilla en pleno Serengeti. Pescamos juntas marcadas por el ritmo de los cuencos, atrayendo a pececillos plateados hacia la trampa, limpiándolos de algas y recogiéndolos de la red para después depositarlos en un saco.

En todo grupo humano suele haber alguien que llama la atención debido a su inquietud por saber. Entre las pescadoras había una más interesada en charlar con la albina que en llenar su estómago en la próxima cena. Me contó que le encantaba estudiar, me preguntó la nacionalidad y se interesó por saber si la experiencia me estaba agradando. Su curiosidad se vio frustrada por momentos ante la amonestación de sus compañeras, contentas también de tener a una extraña ayudándoles, pero no tan entusiasmadas como para quedarse sin cenar.

Me despedí de ellas con la sensación de haberme reconciliado en parte con Nungwi, por lo menos con lo que de tradicional quedaba en ella. Además, un hombre que dijo quererme y buscar una esposa me pidió matrimonio. Le rechacé cortésmente por no sentirme preparada, pero me dio la sensación de que Nungwi me pedía alargar la estancia para darle una segunda oportunidad.

 

 

 

 

El día siguiente me lo tomé con calma. Fui a ver el astillero de dhows cerca del faro. De camino pasé por Hotel Tree, una imponente mole de blanco inmaculado, ese blanco que esperaba más propio de las playas de Nungwi. Perteneciente a la cadena Hilton, contaba con personal de seguridad cuyo verdadero motivo de su presencia desconozco. Francamente, quedé decepcionada de ver tanto resort y tanto restaurante y ni una tienda de Zara, su existencia habría completado las necesidades básicas de los turistas de Nungwi.

El astillero era la reminiscencia de aquello que había leído sobre este pueblo. Por supuesto, si uno se aleja de la costa podrá observar el contraste entre el lujo impostado de Nungwi y la humildad de las casas locales. Un contraste similar a cuando vi a aquél maasai paseando dos perros de raza por la costa, seguramente las mascotas de algún turista que aprovechaba a remojarse en las aguas turquesas dado que el concepto “animal de compañía” es vago entre los lugareños.

 

Zanzíbar

 

Por la tarde fui a recoger mis cosas para volver a Stone Town. En el alojamiento mis vecinas dijeron que les habían robado. Por un momento pensé que necesitaban efectivo, pero luego comprendí que lo que querían era ir conmigo a la capital porque no se sentían seguras. Todavía me pregunto qué confianza les inspiró una tipa con pelos de loca que la tarde anterior dejó su cámara y dinero a unos locales para irse a pescar con unas mujeres, que va dejando su calzado por cualquier sitio y que… Ni siquiera tiene el alojamiento reservado en Stone Town. Quizá un amigo tiene razón: “a los locos no les roban, Marina”.

Las desafortunadas vecinas eran dos médicas holandesas que habían hecho unas prácticas de medicina en un pueblo remoto de la Tanzania continental. La experiencia había sido tan dura que reconocieron tener ganas de volver a sus hogares tras viajar un poco por el país. Nos alojamos esa noche en el mismo hostal que ya había estado, y al día siguiente nuestros caminos se separaron.

Cogí un dalla dalla directo a Kizimkaze, al sureste de la isla. En el trayecto un par de locales me ofrecieron alojamiento. Uno de ellos iba con una extranjera que se quedaba en su casa y tenía una habitación libre. Las fotos de este último lugar me convencieron y decidí hospedarme allí. La habitación tenía varias camas y baño privado, imagino que también la alquilaría como dormitorio compartido. Había un jardín y estábamos cerca de la playa, aunque en Zanzíbar las mareas son fuertes y te puedes encontrar desde kilómetros de costa a no tener playa en poco tiempo.

 

Kizimkaze, Zanzíbar

 

Me trasladé a esta parte de la isla para nadar con una manada residente de delfines que viven en libertad. Al día siguiente quedé temprano con el barquero que me llevaría hasta el punto donde solían estar la familia de cetáceos. Sin embargo, nadar entre delfines era el eufemismo de una actividad que consistió en nadar entre barcas, lanchas pendientes de cualquier atisbo de delfín para salir disparadas tras él, parar el motor e invitarnos a saltar con el equipo de snorkel para nadar entre hélices que en cualquier descuido podían segarte por la mitad. En uno de los saltos creí caer sobre un delfín, miré desconcertada y con culpabilidad hasta que me di cuenta de que me había tirado a un tío, que así explicado suena a equívoco ya que es más correcto señalar que me tiré al agua y caí sobre un tío que también intentaba nadar entre delfines. Salvo algunas veces que distinguí la manada nadando a lo lejos y otro par de veces que buceé bastante cerca, el resto fue agobiante y seguramente los delfines sintieron algo parecido.

Solo repetiría una experiencia así con treinta barcas menos y en una lancha que me dejara en un punto para nadar durante un rato y probar suerte, en lugar de subir y bajar constantemente como si estuviera preparando las pruebas de marine estadounidense. Seguramente las probabilidades de nadar entre delfines disminuirían, pero aumentarían las de conservar todos los miembros de mi cuerpo y además, no sentiría estar acosando a los animales.

Terminé las vacaciones visitando en la siguiente jornada el parque nacional de la bahía Jozani Chwaka, a medio camino entre Kizimkaze y Stone Town y único parque nacional de Zanzíbar. Este bosque tropical de 50 km2 es el refugio de una especie endémica de Zanzíbar: el colobo rojo, un primate blanco, negro y rojo cuyo aspecto despeinado le hace parecer un motorista que recién se ha quitado el casco. Es obligatorio entrar con guía y la visita termina en unos manglares al sur del parque que dan a la costa.

 

Colobo rojo, Zanzíbar

 

Ya en Stone Town, me di una vuelta por el mercado local. Cansada de la mochila y sin querer invertir tiempo en ir hasta la casa de huéspedes, cambié dinero en una casa de cambio que, literalmente cambiaban divisa y también servía de casa a una familia, y les pedí dejar mi macuto hasta el cierre. Decidí perderme por las calles de la ciudad y con un hambre alarmante, acabé comiendo un maravilloso plato de pescado en la terraza de un hotel. Fue un hallazgo casual y todo un acierto: estaba sola, con las vistas de la ciudad y el mar de fondo, sentí que no había mejor despedida que aquella. Tan a gusto estaba que la hora se me despistó, pagué rápido y me encaminé a paso ligero hacia mi destino. Como no llegaba, cogí una pikipiki (moto taxi) hasta la casa de cambio, la cual como era de esperar me recibió con el candado echado. Comencé a preguntar en los puestos de alrededor, pero me fue difícil explicar con mímica, inglés básico y tres palabras de suajili la torpeza de haberme dejado el equipaje dentro de un local que había echado el cierre. Como es natural, los lugareños trataban de tranquilizarme sugiriendo que volviese al día siguiente, pero aquí introducía la segunda parte de mi precaria explicación: al día siguiente tenía un vuelo de Stone Town a Arusha y necesitaba esa mochila. Entre risas, buscaron al dueño, el cual me abrió amablemente y dijo haber cerrado al ver que yo no volvía, decisión que me pareció absolutamente razonable. Presenté mis disculpas, abracé la mochila como a un ser querido, y me largué sabiendo que había proporcionado a más de un local una buena historia para contar.

Volé a Arusha en una avioneta sentada como copiloto, pero sin ejercer sus funciones. El monitor, los botones y las luces me hacían sentir como una niña pequeña frente a un videojuego de realidad virtual, pero me abstuve de rememorar mi infancia y no toqué nada para evitar un accidente. Una vez en casa, sentí haber renovado fuerzas para afrontar el último tirón de la temporada, una experiencia que se ha revelado única y adictiva, así que seguramente África me verá de nuevo por sus tierras al año siguiente. Quién sabe, pero Namibia, Botswana y Zimbawe serían unos excelentes candidatos. Asante sana, Kenia y Tanzania!

 

Serengeti, Tanzania

 

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